La oficina de aquí al lado: Capítulo III - El aperitivo furtivo

No hace mucho, una compañera de trabajo de Rosa Mari dejó la empresa tras muchos años de servicio. Trabajaba en otro grupo y para otro cliente, con lo que nunca llegó a estar codo con codo junto a Rosa Mari, por lo que no había motivo para la tristeza.
Los compañeros de mesa y amigos de la prófuga, le organizaron un pequeño piscolabis con regalo incluido para que siempre les recordara. Juntaron dinerito a medias, compraron pastitas y bombones, y esperaron el momento.
Un viernes a las 12 es una hora perfecta para desfaenar durante un buen rato, así que, llegado el momento, dispusieron la comida en una mesa donde había espacio libre (¡oh, qué deliciosa casualidad!): la mesa de Rosa Mari. Concretamente las bandejas del convite estaban dos puestos más allá del suyo, con lo que no tenía acceso a ellas salvo pasando por encima de su compañero.
A partir de este momento, todo dejó de tener sentido para Rosa Mari y sólo podía concentrarse en el profundo dilema moral que le causaba el aperitivo de despedida: ella tenía hambre, quería comer… pero no había pagado. Inmediatamente nos pregunta a todos si hemos pagado. Una pregunta de lo más absurda ya que ninguno habíamos trabajado con la que se iba, pero claro, no fuera a ser que nosotros pudiéramos comer y ella no.
En el grupo de la chica que se marchaba comen, ríen y hablan con su compañera bajo la atenta mirada de Rosa Mari. Como están en la mesa de mi lado, uno de ellos nos dice a todos que podemos comer algo si nos apetece, que hay suficiente. Es el momento que ella estaba esperando, sin embargo, Rosa Mari pone la cara más digna que puede y suelta un: “no gracias, que no tengo hambre”. Pasa el rato y finalmente termina la fiestecita, quedando varias bandejas con empanadillas, bombones y demás pastas.
Cuando ya es obvio que los festeros no van a tocar nada más y, ante la proximidad de la hora de comer, aprovecho uno de los viajes de vuelta del baño para coger una empanadilla de espinacas con total impunidad. No pasa ni una centésima de segundo y la voz de Rosa Mari se alza del silencio: “¿Tú has pagado acaso? ¿Por qué comes...? Pues si tú comes yo también”. Hago caso omiso ante un razonamiento tan profundo y me siento a comerme la empanadilla con tranquilidad. Rosa Mari no tarda en pedirle a su compañero (el que está junto a ella justo al lado de la comida) que le pase una empanadilla a ella. Furtivamente, escondiéndola bajo la mesa tras cada bocado y mirando de reojo a la mesa de la chica que se iba, se la termina. No pasan ni cinco minutos y ya le está pidiendo otra a su compañero. A éste le entra la risa y le dice que se la coja ella, ya que ahora él no llega y también tendría que levantarse a por la comida.
A partir de este momento, asisto a la escena más ridícula que puede protagonizar un adulto: durante los minutos siguientes, Rosa Mari lloriquea y se queja cual niño pequeño para que le den lo que quiere. Me harto de oír tanta tontería, así que me levanto, cojo la bandeja y se la tiendo. Su compañero coge una pasta, mientras que ella duda, mira de reojo al otro grupo y al final la coge escondiéndola al momento tras el monitor del ordenador, a la vez que me dedica una mirada acusadora por haber revelado que ella estaba comiendo algo que no le pertenecía.
Una vez que ya ha sucumbido a la gula, no puede dejar pasar el festín gratuito que tiene al alcance de la mano. Rosa Mari alarga ligeramente su salida del trabajo -aprovechando que la gente que trabaja para otros clientes sale media hora antes- y antes de irse rellena su bolso con los restos de la fiesta, dejando cuatro tonterías para que no parezca abuso.
Misión cumplida, Rosa Mari comió gratis el viernes.

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