La oficina de aquí al lado: Capítulo IV - Ortografía de andar por casa

En la época en que Rosa Mari iba al colegio para aprender a sumar y escribir, no se estilaban los cuadernillos Rubio. Un paciente profesor de pelo cano, les daba la espalda mientras escribía con tiza blanca las normas básicas de ortografía en clase de lengua.
Rosa Mari siempre pensó que la clase de lengua iba sobre darle a la húmeda, así que siempre anduvo algo perdida entre tanto sintagma nominal y pretérito imperfecto.
Tras muchos años tomando apuntes y redactando memorias en la universidad, llegó a perfeccionar la construcción de las frases hasta niveles que nunca llegó a imaginar, sin embargo, en los años de letargo que siguieron fue perdiendo práctica y olvidando las normas ortográficas. Al fin y al cabo, le contaron que los procesadores de texto llevan correctores, así que no tenía que preocuparse por eso.
No es raro encontrarse a Rosa Mari preguntando si “hecho” va con h o sin ella. Las primeras veces te animas a explicarle que si es del verbo hacer entonces sí, pero a la tercera vez en la misma semana optas por hacerte el loco y murmurar algo. Ella preguntará de nuevo, añadiendo el ya conocido “es que nunca me acuerdo” hasta que alguien se lo diga.
Podríamos pensar que todo el mundo tiene lapsus de vez en cuando, que a todos nos baila un acento de vez en cuando, pero lo de ella roza el absurdo. Recuerdo un día, en que se dedicó a discutir con el técnico de mantenimiento sobre su nombre de usuario. Ella le decía continuamente su usuario añadiendo la coletilla “sin acento” (su apellido puede escribirse con o sin él). El nombre de usuario, donde ella trabaja, se compone de la primera letra de su nombre y el resto de su apellido... siempre en minúsculas y sin caracteres especiales. Su compañero se lo recordó entre risas, a lo que ella objetó: “bueno, pues por si él no lo sabe”. Claro, el señor de sistemas que lleva aquí desde el primer día no sabe nada de nombres de usuario.
Pero esto no es nada. El otro día, mientras mandaba un mail preguntó en alto para que lo oyéramos toda la mesa: ¿Fernández lleva acento o no?.
El tal Fernández, para más inri, es alguien con el que se manda correos diarios y el propio gestor de correo le pone el nombre bien escrito.
Su compañero, tan mordaz como siempre, le dice que Fernández lleva acento “desde que se inventaron los acentos, antes no lo sé”. Ella, le hace caso omiso, y empieza a murmurar palabras arcanas: “llanas y esdrújulas, acabadas en a, e..., ¿s, n?... no, agudas en ón, en... ¿cómo era?, nunca me acuerdo”.
Yo me deshuevo totalmente, miro al de mi lado (el que le hizo el comentario anterior) y empezamos a morirnos de risa allí mismo. Ante tal ajetreo, desde la mesa de detrás, alguien suelta: “va a ser mejor que tus hijos vayan pronto al colegio porqueeee...”. Ahí el descojono ya es total. Todos riéndonos de las ocurrencias de la buena de Rosa Mari. Ante tal humillación pública ella se defiende con su mejor argumento: “es que mi apellido puede escribirse de las dos formas, no es un tipo de palabra definido, a veces lleva acento y otras no”.
Personalmente, creo que entre estas y otras meteduras de pata que no recuerdo bien, deberían de ir reservándole un asiento en la Real Academia Española de la Lengua. Al ladito de Pérez-Reverte, el del capitán Pichatriste. Me los puedo imaginar debatiendo sobre la inclusión de anglicismos. Rosa Mari fijo que preguntaría: ¿pero esto no era la academia de español?.

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