Los lunes sin sol

Siempre había pensado que el sol no era más que un estorbo.
Debido a su trabajo a la intemperie y gracias al calentamiento global, tenía que soportar cada vez más y más jornadas laborales a pleno sol. Era realmente molesto, más cuando su horario era larguísimo: desde el alba hasta el anochecer.
A veces pensaba que ójala hubiera elegido otro trabajo pero, a decir verdad, él no había elegido el suyo, más bien su trabajo le había elegido a él. Lo llevaba en los genes, si es que podía decirse así. Por tanto, sólo podía quejarse amargamente del maldito sol y esperar que una fina lluvia refrescara su abrasada piel proporcionándole un descanso. Claro, que si la lluvia era frecuente tampoco le hacia demasiada gracia.
Pero todo eso se había acabado. Ya no tenía que quejarse más por los elementos. Y justamente eso era lo que le hacía estar triste, su ciclo había terminado. Ya no había sol... ni lluvia... ni trabajo. En cuanto edificaron aquel maldito edificio todo terminó: su larga sombra proyectada sobre el resto de casuchas del casco antiguo había sido la cruel metáfora de su final.
Al fin y al cabo, ¿qué podía hacer un reloj de sol al que nunca le llegaba luz?