La playa (pero no la peli de Di Caprio)

El otro día decidí cambiar mi moreno pantalla TFT por un moreno real, así que, ni corto ni perezoso, me planté en la playa. A pesar de no haber ido en todo el verano, la verdad es que vi cosas que nunca cambian.
Para empezar, los autobuses que llegan van más cargados que un tren indio. Se abren las puertas y la gente sale a reacción estilo marine americano, lo único que su objetivo es plantar la sombrilla en alguna parte. Pues bien, llegas a la playa, y lo primero que te encuentras es una gran extensión de arena ardiente. No importa que lleves chanclas, ni que haya pasarela de madera (normalmente demasiado corta), si no tienes las plantas de los pies como un hobbit parece que estés pasando por encima de la cenizas en la fiesta de San Juan.
Al final de nuestra travesía (tras haber cavado pequeños hoyos para enfriar los pies) llegas a una zona donde cabe tu toalla, así que la extiendes, miras al mar, y te tumbas. Disfrutas del olor del mar, de la brisa fresca. Ahora es el momento de ponernos bronceador a fin de evitar convertirnos en Rodolfo Langostino. Nos protegemos como buenamente podemos y ya estamos listos para tomar el sol.
Nos relajamos, oimos el rumor del agua, los sonidos de nuestro alrededor y nos empieza a entrar sueño. Seguimos disfrutando de nuestro disco de chill-out marino en directo, mientras cada vez los sonidos son más lejanos... y entonces aparece Él. Un personaje que nunca falta en las playas, no, no es el socorrista, tampoco el vendedor de alfombras. Es el niño de cerca de cinco años que corretea alegremente por la playa.
Justo en el momento en que estás a punto de lograr la paz interior, el niñito te corta el camino al Nirvana pasando por tu lado a toda velocidad, arrojando sobre ti toda la arena que es capaz de levantar. Te incorporas fastidiado, pero al fin y al cabo es un niño. Al momento el niño vuelve a pasar por tu lado, esta vez mojado, arrojándote arena y agua fría. Al cabo de una cuantas repeticiones te preguntas por qué con el sitio que hay siempre pasa por tu lado, que encima no le viene de camino. Como colofón, vuelve a aparecer el niño, pero esta vez seguido de su madre de volumen ligeramente mayor al de su hijo, así que la cantidad de arena sobre ti es esta vez aún mayor.
A estas alturas estas harto de tomar el sol, así que decides ir a bañarte, no sin antes recordarte que estás entre las sombrillas de San Miguel y Kodak. Conforme vas entrando en el agua fría, oyes un chapoteo acercarse y te giras a tiempo de ver al pequeñín entrar en tromba con el amiguito que ha hecho hoy salpicándote completamente. Claro, que si vas con amigos siempre hay uno que salpica a los demás, siempre. Bueno, como tenías que mojarte igualmente no le das demasiada importancia, y ya que estás en el mar decides estirar los músculos, así que nadas un poco hacia dentro. Pero la gente de alrededor te mira de forma inequívoca, en sus ojos se lee "¡mira!, ese va a mear".
Decides volver a un sitio donde hagas pie y te quedas ahí embobado un rato. Ensimismamiento del que te saca una pelota hinchable de Nivea. La recoges y se la devuelves al niño de antes que ya se ha montado un equipo de waterpolo. Al rato, un par más de chavales en barca pasan por tu lado casi arrollándote y tres más hacen volcar la colchoneta donde iba montada una jovencita. Y es que la playa tiene ese curioso efecto en la gente, te entran ganas irrefrenables de hundir la cabeza de los demás en el agua, de salpicarles y de hacerles todo tipo de perrerías acuáticas.
Al fin decides volverte a tu toalla. Llegas y te encuentras con ella llena de arena, así que no te queda más remedio que secarte al sol tras la ducha con agua dulce. Cuando vuelves a notar la piel caliente, es hora de irse, así que metes tu toalla llena de arena en tu mochila llena de arena, y te vuelves a casita. Un año más hemos cumplido con la ancestral tradición de ir a la playa.

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