Cantando bajo la lluvia

Todos hemos podido recordar estos meses pasados lo que es la lluvia y, una vez más, hemos podido comprobar que la humanidad no está preparada para un día de lluvia.
Para empezar, sobretodo en sitios donde no es habitual que llueva, te encuentras con que la gente lleva calzado normal. Que más da que se estropee, si yo me tengo que poner mis zapatitos de tacón de piel natural pues me los pongo y se acabó. ¿Que se me mojan los pies?, pues nada, esta noche arrugadillos como garbanzos.
Luego comprobamos que las ciudades no se construyeron para soportar lluvias. En cuanto han caído cuatro gotas, las alcantarillas rebosan, los semáforos se apagan, la luz se va y aparecen charcos hasta en superficies cóncavas. Mis preferidos son los charcos fantasma, esos charcos que tú no ves pero están ahí. Pasas a toda prisa para llegar cuanto antes a refugiarte en alguna parte y de repete oyes “chofffffffffff choffffff”. Miras hacia abajo y llevas el pantalón mojado hasta las rodillas, es inevitable.
Por otra parte, los conductores gozan los días de lluvia más que nadie. Van ahí a cubierto, mirándote con retintín desde detrás del parabrisas mientras tú te mojas como un pollo. Aquí es donde aparece el conductor hijodeputa, que aprovecha una calle estrecha con aceras estrechas, para pasar a toda velocidad y salpicar a todos los peatones de cintura para arriba.
Además, por si todo esto fuera poco, el peatón en día de lluvia se encuentra con dos problemas graves más. El primero es el alto índice de resbalabilidad que presentan los materiales de que se hacen las aceras de las ciudades y la pintura de los pasos de cebra. Vamos que o vas a pasito de tortuga para evitar las caídas y posteriores risas del público, o te compras unas zapatillas para lluvia como las ruedas de Alonso.
El segundo problema es más grave, ya que se trata de Ella. Sí, todos la conocemos aunque nadie sabe su nombre. Es esa abuelita de aspecto inocente y metro cuarenta de altura que te cruzas por la calle. En la mano empuña su paraguas del siglo XVIII, de esos de pinchos brutales como si fuera a irse al parque a recoger basura, que además tienen una especie de radios de metal acabados en punta que sostienen la tela. Cuando la ves aparecer en el horizonte ves que te mira: sabe que tienes miedo. Sigues acercándote, mientras ella te sigue mirando y se va posicionando en el centro de la acera. Entonces comprendes la verdad: la acera no es suficientemente ancha para los dos… y Ella no va a apartarse. Los pinchos de su paraguas te vienen a la altura de los ojos, ves como se acercan, ves como aprieta en puño y entonces se produce el choque. Resultado: te apartas en el último momento bajando a la calzada, chapoteas en un charco fantasma, un coche te pita, vuelves a la acera, el coche te salpica y acabas con los pantalones empapados.
Aquí es donde me llama la atención la ley no escrita de los paraguas. Se supone que si no llevas paraguas, los que sí que tienen deben dejarte pasar por debajo de las cornisas para protegerte. Se supone que cuando te cruzas con alguien debes apartar el paraguas hacia el lado contrario o subirlo. En la realidad todo se traduce en mantenerse seco uno mismo, proteger los ojos de los pinchos de los paraguas y que se jodan los demás.
Con todo esto, cuando llegamos donde íbamos hacemos una pinta ridícula, ya que no se sabe porqué, nadie va mojado excepto nosotros. Entonces aparece el graciosillo de turno (mientras dejas tu paraguas reglamentariamente en la papelera más cercana) que te suelta aquello de: “¡hombre tío!, ¿has venido nadando o qué?”. Tienes ganas de mandarlo a él a nadar en la piscina de Piraña, pero sonríes y balbuceas algo acerca de una abuela.

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